28 de julio de 2009

Autoestima


Una autoestima apropiada y equilibrada es de gran valor para la salud y la vida de relación con los demás. Nos permite afrontar mejor el estrés y los cambios, mantener una buena comunicación interpersonal y soportar con fortaleza tiempos de incertidumbre y prueba. Entonces la pregunta de peso es: ¿Cómo está su autoestima?

Se entiende por autoestima la valoración positiva o negativa que cada una de nosotras hace de sí misma. Según ella nos consideramos más o menos amadas, valiosas, merecedoras de la felicidad, y/o competentes para afrontar los desafíos de la vida.

Este concepto, esta manera de valorarnos no nace con nosotras, sino que más bien se va aprendiendo a través de la experiencia. Se incorpora desde que somos muy pequeñas y en algunos casos puede ser desfavorable. Sin embargo, existe una gran ventaja: como todo aprendizaje no se ha completado todavía, y la autoestima se puede cambiar o mejorar radicalmente.

TRES PILARES
Los autores clásicos señalan que la autoestima se conforma de tres pilares básicos: aceptación, dignidad y capacidad. ¿Cuál es el significado de cada uno de ellos?

Aceptación: sentirse amada por lo que se es, más allá de lo que se hace o se posee. Es el aspecto más profundo y primitivo del concepto de uno mismo, porque se nutre del amor incondicional.

Dignidad: saberse merecedora de afirmación y respeto; tener un lugar en el mundo.

Capacidad: considerarse apta para afrontar con relativo éxito las diferentes situaciones que la vida va presentando, los distintos roles en las etapas del ciclo vital.

De los tres, el primer pilar se constituye en el más importante: si no nos aceptamos a nosotras mismas, si no nos sabemos amadas incondicionalmente más allá de nuestros logros, probablemente vivamos gran parte del tiempo intentando compensar esta carencia. Una de las maneras de hacerlo es sobredimensionando nuestro propio sentido de dignidad —exigir desmedido respeto o consideración por parte de los demás, ser muy proclives a ofendernos, etcétera—. Otra forma es basar el propio concepto en nuestra capacidad, procurando «comprar» amor con nuestros éxitos y logros personales, ya sean laborales o ministeriales.

Personalidad madura
Una autoestima apropiada y bien equilibrada es de gran valor para la salud y la vida de relación con los demás. Nos permite afrontar mejor el estrés y los cambios propios de la vida, mantener una buena comunicación interpersonal y soportar con fortaleza tiempos de incertidumbre y prueba. En síntesis, nos facilita algunas características de la personalidad madura: mayor tolerancia a la frustración, capacidad de compromiso con logros a largo plazo, relaciones personales auténticas y vivificantes, entre otras cosas.

Historia de vida
Durante el proceso de construcción de la autoestima, a partir de nuestros primeros días de vida —incluyendo la intrauterina—, otras personas van cumpliendo el rol de «evaluadores externos». Algunas veces actúan como afirmadores y alentadores del crecimiento; otras, como descalificadores de nuestro valor personal.

La persona con una autoestima positiva experimenta, más allá de los vaivenes propios de la vida, un sentimiento sano de agrado y paz consigo misma. Es decir, se conoce, se acepta y se valora con todas sus virtudes, defectos y posibilidades. Siente que las limitaciones no actúan en desmedro de su valor esencial como ser humano y sabe que, a pesar de errores y fracasos, sigue siendo alguien único y especial, capaz de amar y digno de ser amado a causa de su esencia misma, por lo que es en sí.

Por el contrario, quien ha recibido descalificaciones importantes —ausencia, abandono, rechazo, abuso, violencia, indiferencia— por parte de personas con un vínculo muy cercano, o a quienes se atribuye gran importancia, posiblemente exprese secuelas teniendo un pobre concepto de sí misma. A mayor influencia de dichas personas, mayor intensidad del trauma.

El punto medular
En esta temática existe un punto esencial y radica en la diferencia entre quien conoce a Dios y quien no lo conoce, entre aquella persona que experimenta la vida de comunión con el Señor y la que sólo lo conoce desde lejos. Sin lugar a dudas, hay vivencias espirituales que nos llevan a exclamar como Job: «¡De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven!» (Job 42.5).

Dios dice de sí mismo en Éxodo 17.26: «Yo soy el Señor, tu Sanador», y este atributo forma parte de su esencia; es válido tanto para su pueblo en la antigüedad como para nosotros hoy.
Si anhelamos una verdadera sanidad de nuestra estima personal, debemos responder dos preguntas cruciales:

¿Acaso existe alguna persona en el universo de nuestras relaciones que pueda competir con Dios? ¿Cuál es la intensidad de nuestro vínculo con él? Es evidente que cuanto más estrecho sea el vínculo, más intensa y radical será la sanidad que lleguemos a experimentar.

El Dios presente
En estos momentos quisiera ir más allá de explicaciones y teorías. En realidad, deseo situarme en el «aquí y ahora» y en la realidad de un Dios que está siempre presente.

Además de nuestro sanador, Dios es también «el siempre presente», y lo está al menos en tres dimensiones: en el sentido de presencia, en el sentido de regalo, y también en el de ahora mismo.

A continuación, quiero proponer una reflexión imaginativa.

Tal vez pueda buscar un lugar tranquilo, lejos de distracciones, a fin de concentrarse mejor en las palabras que siguen.

Por favor, no lea a las corridas sino hágalo lenta y pausadamente, puesto que es una invitación a iniciar un tiempo de meditación, de silencio interior.

La reflexión está extraída del Cantar de los Cantares, uno de los libros más bellos de la Biblia, lleno de figuras que expresan el amor entre esposos y que simbolizan a la vez el diálogo amoroso de Dios con nuestra alma, y de nuestra alma con Dios.

Quisiera que enfoque su atención en una de las figuras mencionadas anteriormente, un diálogo a través del cual el Señor desea hablar a su oído hoy, precisamente allí, donde usted se encuentra en este momento.

Paloma mía…

«Paloma mía, que habitas en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes, muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto…» Cantares 2.14

Paloma mía, que simbolizas a la vez fragilidad, indefensión, delicadeza, libertad… Paloma mía, que te refugias en el agujero incómodo de un sentimiento de inferioridad… Amada mía, que vives a oscuras en el laberinto de tus propios sentimientos, confusos y cambiantes…

Tú, que nunca terminas de desplegar las alas porque prefieres resguardarte en los lugares sombríos de la duda, el temor y la autocompasión… ¿hasta cuándo huirás?
Deseo que me muestres tu rostro, que te reconozcas como mi amada, a quien no comparo con nadie y cuya compañía anhelo. Tu voz es dulce a mis oídos… ¿por qué te escondes?
Es hora de que vengas a mí; es tiempo de que te entregues a mi amor fuerte, eterno, inexplicable, por el cual te elegí aun antes de fundar el mundo.
Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

Yo conozco tu rostro tal cual es, a pesar de que te ocultes. Te conozco muy bien, y te amo: estás grabada en la palma de mi mano; entregué mi propia vida para redimirte. A mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable… y yo te amé.

No definas tu identidad por lo que otras personas te hayan dicho, ni siquiera por lo que tú misma piensas tantas veces.
Yo te conozco desde hace largo tiempo… y mi conocimiento está dirigido por el amor, impregnado de éste. Un amor eterno, profundo. Mi esencia es amar, mi deleite está en la misericordia. Yo soy amor.
Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

Ya no temas: no te juzgo, no te comparo con nadie, ni te menosprecio.
Mi amor perfecto echa fuera todo temor, porque yo mismo elegí ser juzgado, comparado, y menospreciado. Elegí ser expuesto a la vergüenza y el ridículo a fin de llevarte a un refugio más alto, uno que nunca podrías conquistar por tu propio esfuerzo.
En la cruz llevé conmigo cada uno de tus complejos, dolores, angustias y temores… ¿por qué todavía quieres cargar con ellos?
Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

No vuelvas a vivir lo que ya fue superado en mi nombre, ni sigas juzgándote cruelmente… yo fui juzgado en tu lugar. La celda que aún te atrapa fue abierta hace ya mucho tiempo: ¡es hora de que salgas!
Paloma mía, que habitas en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes, muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz… porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

Es necesario que aprendas a mirarte con mis ojos; no con los tuyos, ni con los de otras personas.
Quiero recordarte que en todo el universo no hay ser tan importante como yo: yo soy el primero y el último. Soy aquel que lo que abre nadie puede cerrar, y lo que cierra ya nadie puede abrir.
Si yo te bendigo, nada ni nadie puede impedirlo.
Si yo te declaro limpia, nadie puede acusarte, ni siquiera tú misma.
Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz… porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

Muy adentro, en lo profundo de tu corazón, está guardada mi música. El día en que me invitaste a entrar en tu vida te di un nombre nuevo y una nueva canción.
Por ello, hay en tu interior una melodía que procede de mí; son notas dulces que dan cadencia fresca a tus palabras y envuelven con el sonido de mi amor todo lo que haces, hasta aquello que tantas veces te parece intrascendente.
No dejes que ese sonido en tu espíritu enmudezca a causa de descuidos, temores, ansiedades, preocupaciones… Al contrario, acompaña tus miedos y complejos con mi canción nueva y verás que pronto se irán desvaneciendo. Lentamente tu alma irá volviendo a su reposo, porque soy yo, el Señor, quien te hace bien… Descansa en mi Palabra, búscame en tu interior, porque yo habito allí.
Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

Anhelo escuchar tu respuesta y entrar contigo en un diálogo íntimo, amoroso.
Quiero percibir la dulzura del canto de tu alma mientras vas recorriendo tu camino diario. ¡No te escondas ya de mí!
Mi mensaje sigue siendo reconciliación: conmigo, con los demás pero, sobre todo, contigo misma.
Si yo te abrazo, ¿por qué te rechazas?
Si te he tomado en mis brazos, te he amado y aceptado… ¿por qué no habrías de hacerlo tú?
Paloma mía, que habitas en los agujeros de la peña, en lo escondido de escarpados parajes, muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz… porque hermoso es tu rostro, y dulce la voz tuya…

«Vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque el Señor te ha hecho bien» (Sal 116.7)

El amor de Dios es incomparable y se nos hace más cercano cuando podemos vivenciarlo en el «aquí y ahora». Esto puede ocurrir de modo fortuito a través de diferentes circunstancias, pero también utilizando la riqueza de nuestra capacidad imaginativa para apropiarnos de palabras que nunca perderán vigencia. De esta manera, en medio de nuestra pequeñez, hacemos más consciente su grandeza y su ternura, su aceptación incondicional.

Entonces podemos percibir que él nos rodea, nos envuelve allí donde estamos, en ese mismo momento. Así, como quien encuentra un tesoro, descubrimos la medicina que endulza nuestra vida, recreando cada día la capacidad de amarlo a él y también a nosotras mismas «porque él nos amó primero» (1Jn 4.19)


Autor: Adriana Garibotti

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